.-Y yo, ¿Por qué voy a permitir que me grite?, si me dejo ya mismo me quiere pegar, -decía Alberto Soriano- un mozalbete de apenas 14 años que trabajaba en la hacienda de Don Mecías Cedeño.
Esta, una de las
haciendas más prosperas del Guajinal, en el cantón Chotéele de la provincia de
Murumbí. Su extensión era incalculable, y dentro de ella varios caseríos con unas
150 personas en cada una, quienes se encargaban de cuidar, cultivar y cosechar
los productos agrícolas, así como a criar aves, ganado vacuno, caballos,
puercos, los que eran supervisados periódicamente por los caporales. Allí la
gente se trasladaba con sus familias para realizar todos estos menesteres.
En uno de estos,
El Carrizal, vivía Alberto Soriano, muchacho rebelde, abusivo, mal genio, tenía
nerviosa a toda la población y a sus vecinos. Muy buen trabajador, sobresalía
al momento de rozar las hierbas, de cosechar el café o el cacao, no tenía miedo
de cazar a la X o a la mata caballo. Tenía una técnica especial, descubría a la
víbora la cercaba y con la mano la cogía del cuello y antes de que se dé cuenta
estaba destazada.
De igual manera
era muy buen cazador, guantas, venados, pumas, cervatillos que se dejaban ver por
Alberto, de seguro terminaban en la olla de su casa.
Vivía solo, no sabía
quiénes eran sus padres. Porque le quedaban mirando, armaba la pelea, diestro
como era para el manejo del cuchillo y el machete, se ganó la fama de
pendenciero, porque nadie le ganaba y siempre terminaba el lio con el rival
herido.
Al principio eran
heridas leves, cortes en la piel y no llegaba a más. Fuerte como un toro, capaz
de tumbar a un torete grande, a un zaino salvaje.
Apenas había
cumplido 14 años cuando se trenzó a golpes con Mariano. Un montuvio grande, de
unos 35 años. Este le sorprendió espiando a su mujer que se bañaba en el
estero, no le gusto, le reclamó y se fueron a los puños. Llevó la peor parte
Mariano, recibió una golpiza de San Marcos, no contento con esto Alberto sacó
su machete y le corto la cabeza, luego le corto el brazo y lo dejó tirado en el
lugar.
La mujer de
Mariano, Sofia, dio la voz de alerta y muchos de los habitantes de Guajinal
llegaron, con machete en mano para atrapar al asesino, puesto que Mariano era
un hombre tranquilo, buena gente y muy amiguero. Alberto se dio a la fuga,
desapareciendo entre los cacaotales.
En su fuga llegó
hasta otro de los caseríos, El Aguajal, en él vivía un hermano de Mariano,
Antonio, la noticia había llegado ya hasta él y lo esperaba. Alberto llegó un
tanto confiado, entro al pueblo, salió Antonio y sin mediar más explicación le cayó
a machetazos, lo que repelió Alberto y de un certero machetazo mató a Antonio y
continuo su huida.
Se adentro en la
selva, llevándole sus pasos hasta territorio de la Mancha obscura. Este lugar,
una extensa franja de tierra, un lugar sin definición, pues no se sabía a qué
provincia pertenecía, a Marumbí, Al Guascachaca o a Santo Peregrino, por lo tanto,
no había autoridades, no existía policía, una persona podía perderse en el
tiempo sin que nadie reclamara nada, y Alberto con dos corvinas a cuestas se
perdió en La Mancha Obscura.
Había transcurrido
el tiempo, y el muchachito, criminal de Chone, había endurecido sus facciones,
si, duras como de un adulto curtido por la vida, a sus 17 años no había crecido
mucho, apenas media un metro con cincuenta centímetros, casi un enano, la
cabeza muy grande, ojos pequeños, escudriñadores, nariz grande y ancha y una
boca similar al pico de un ave de rapiña. Brazos cortos con unas manazas que
parecían garras, tórax ancho y piernas pequeñas y arqueadas.
Al llegar a
Baquerizo Moreno, pueblo progresista, buscó trabajo en una secadora de cacao,
se distinguió por su fuerza, a pesar de su estatura, cargaba hasta 3 quintales
de cacao fresco, y para estibar un tráiler de 900 quintales de maíz, se bastaba
solo.
Camino carrozable
llegaba hasta Baquerizo Moreno, de ahí en adelante y para llegar al Congo,
había una travesía de tres días a lomo de caballo, pasando por sabanales, monte
y selva y hasta ahí llegó Alberto Soriano atravesando por la mitad de la selva,
enfrentándose al puma, culebras de todo color y tamaño.
El Congo era el límite
entre dos provincias, les separaba un río muy importante que bañaba todos estos
sabanales, dando vida y riquezas a estas tierras, ríos navegables para lanchas
y canoas pequeñas en las que se transportaba toda la riqueza de la selva
litoraleña. Al otro lado del río, como que la civilización se hacía presente. Había
una carretera de tierra, pero hasta ella llegaban las famosas chivas, vehículos
de transporte típica de la zona.
Alberto no tenía
un destino fijo, así que decidió continuar el viaje paso el río, se disponía a
abordar la chiva de Don Arnulfo, entró en un salón de mala muerte para tomarse
una cola…¿Ahí estaba Teófilo, el bravo del pueblo, apenas lo vio, irguió su
espalda, lo miro fijo a los ojos de raposo de Alberto y le dijo- Hey, tú que
buscas aquí? -Aquí no nos gusta que los forasteros lleguen sin saludar. Tu eres
un mal educado, a más de feo. Te me largas en este instante y no quiero
volverte a ver jamás en este pueblo.
Sin mediar más
dialogo Alberto saco de entre sus ropas un revolver y descargó todas las balas
en la humanidad de Teófilo, el que quedo acribillado y hecho un guiñapo,
tendido en el suelo de la cantina. Alberto dio la media vuelta y salió a tomar
la chiva para perderse por el camino pedregoso.
La chiva llegó al
Empedrado, pueblo grande, entrada a la verdadera civilización, siguió su camino
luego de dejar a unos cuantos pasajeros, y se fue rumbo a Guayasan. Hasta allí
llegaba la carretera, hacia adelante otra vez quedaba selva, monte, muchas
haciendas grandes que llegaban hasta el río Congoma, afluente del Congo.
Alquiló un
caballo y se fue rumbo al monte. Llegó a la hacienda La verde, de propiedad de
Don Tobías Quijije, con quien se entrevistó.
-Don Tobías
bueeenas, vengo de lejos a buscar trabajo, se sembrar y cosechar caco, café, el
buen barraganete, no cobro mucho.
Bienvenido hijo,
si, necesito gente trabajadora, buena, responsable, aquí vivimos varios
trabajadores que nos sirven a mí a mi mujer y mis hijos. Estamos lejos del
pueblo, así que aquí encontraras todo lo que necesites.
Se afinco en La
Verde, demostró ser lo que dijo, un hombre trabajador. Se ganó la confianza de
Don Tobías, Alberto era el encargado de comprar la alacena, los insumos para el
trabajo, vender ganado, cuidar los caballos. De a poco llegó a ser parte de la
familia.
Doña Ester, la mujer de Don Tobías, una mujer
simpática, joven, muy joven, apenas tendría unos 20 años, bastante inquieta.
Alberto empezó a
coquetear con ella, Don Tobías confiaba ciegamente en Alberto.
Un día le dijo:
Alberto, acompáñame al lindero de la hacienda, parece que por ahí se están llevando
ganado. No digas a nadie de esta sospecha, ni en mi casa saben que vamos a
inspeccionar.
Jinete sobre su
montura, se fueron Don Tobías y Alberto. Recorrieron los linderos y cuando más
lejos estaban, Alberto saco el machete de su vaina y de un solo tajo cerceno la
cabeza de Don Tobías, y como alma que lleva el Diablo retornó a la casa de
hacienda, preguntando a Ester por su marido, le dijo no saber en donde estaba.
Pasaban los días
y aprovechando la ausencia de su patrón, Alberto empezó a acosar a la esposa, y
ella que no esperaba mayor cosa, correspondía los coqueteos de Alberto, y
mientras más pasaban los días con la ausencia del patrón, más dueño se creía
Alberto, tanto de la haciendo como de la mujer.
A un mes de la
desaparición de Don Tobías, la mujer empezó a dudar y hacer preguntas. Alberto
supo capear le tempestad por un tiempo, hasta que Ester se enfrentó
manifestando que hay indicios de que él le llevo lejos, a lo más espeso de la
selva y mato a su marido para quedarse con sus propiedades. Ante el asedio Alberto
acepto el crimen, manifestando que lo había hecho por que le quería mucho a ella
y Don Tobías jamás habría de aceptar que ella le deje por él.
Ester amenazó con
denunciarle con la policía, pues una cosa es un devaneo y otra que haya matado
a su marido. Se dirigió hacia su casa, cuando le dio la espalda, Alberto cogió
un madero y le golpeo en la cabeza. De una le partido el cráneo, Ester cayo de
bruces sobre el charco de su propia sangre.
Debido a la lejanía
de la Hacienda, pocos notaron la desaparición de sus dueños, pues Alberto
manejo la hacienda como si las ordenes fueran emitidas por Don Tobías. Los hijos
aún tiernos, desaparecieron como por arte de magia, nadie preguntó por ellos.
Don Alberto
Soriano, el capataz-dueño de La Verde, se instaló en la casa de hacienda con
una nueva señora, nueva gente, prosperó totalmente la propiedad.
El Pedregal,
cantón importante de la provincia, necesitaba un benefactor, el Municipio
necesitaba mobiliarios, la gente necesitaba dadivas, las autoridades requerían
donaciones, y ahí estaba Don Alberto Soriano. Querían oficinas en su edificio
del centro de la ciudad, ahí estaba Don Alberto, querían un candidato para
alcalde, concejales, jefe político, ahí estaban los hijos de Don Alberto
Soriano.
Pero como la
parca muerte no perdona, este personaje llegó a viejo y murió, y con él se
suponía que habría desaparecido un criminal nato, pero como la maldad lo
llevamos en los genes, los hijos e hijas de Don Alberto Soriano, continúan con
su tradición de muerte y traición.
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