martes, 17 de junio de 2025

 


¿A quién pagamos para vivir en paz?



Un negocio redondo. Así puede describirse el sistema de extorsión que opera en barrios enteros del país. Solo en uno de ellos, en Guayaquil, se estima que el grupo delictivo conocido como “Los Tiguerones” obtiene ganancias de hasta dos millones de dólares mensuales, según un estudio reciente. Esto no es una exageración aislada, es apenas una muestra del profundo deterioro económico y social provocado por el crimen organizado.

Las pérdidas para los sectores empresariales, comerciales y ciudadanos en general son incalculables. Ya en 2023, el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado advertía que el 90% de los empresarios en el país consideraba a la extorsión como la mayor amenaza para su seguridad personal y la de sus negocios. En ese mismo año, en apenas dos días, 400 contenedores de banano fueron exportados con retraso debido a extorsiones, con consecuencias económicas directas. Los transportistas, por su parte, reportan pérdidas de hasta 20 millones de dólares mensuales por este mismo motivo.

Mientras tanto, el Estado permanece ausente, ineficaz o infiltrado. Si las instituciones públicas cumplieran con su rol constitucional de garantizar orden, seguridad y justicia, estas pérdidas no existirían. Esos recursos hoy robados por la delincuencia podrían estar dinamizando la economía, generando empleo o financiando servicios públicos reales y eficientes.

Pero este Estado ausente no es un fenómeno reciente. Viene de décadas atrás. Desde los gobiernos del socialcristianismo, pasando por la Izquierda Democrática, los presidentes de transición, el feriado bancario, la huida en helicóptero, la fuga de divisas en sacos de yute, los escándalos de las hidroeléctricas, hospitales fantasmas en Manabí y la corrupción disfrazada de reconstrucción. Todo forma parte de una cadena histórica de negligencia, impunidad y complicidad que ha alimentado la descomposición del país.

Mientras los delincuentes de cuello blanco saquean desde los escritorios del poder, los de la otra orilla —los armados, los sicarios, los violadores, los extorsionadores— siembran el terror en las calles. ¿Y qué respuesta encuentran? A menudo, son capturados para aparecer en patrulleros nuevos como si fueran turistas de paso. Una noche en prisión y al día siguiente, nuevamente, delinquiendo. La ley parece escrita para protegerlos, no para detenerlos.

El ciudadano común, ese que trabaja honestamente cada día, no solo debe pagar impuestos al Estado para sostener una burocracia ineficiente y muchas veces cómplice, sino que ahora también debe pagar “impuestos paralelos” a bandas criminales. Una extorsión disfrazada de tarifa por sobrevivir. Y todo esto sin garantía alguna de que regresará con vida a su casa al final de la jornada.

¿A quién le estamos pagando por nuestro derecho a vivir en paz? Al Estado, que no responde. A las mafias, que exigen. Y mientras tanto, el miedo se convierte en norma, y la esperanza se desvanece.

La solución no está en multiplicar leyes, sino en hacer cumplir las que ya existen. El Estado debe dejar de ser un espectador perezoso y cómplice. Debe recuperar el control de sus instituciones, depurar sus estructuras y romper los pactos tácitos con la corrupción. No se combate el crimen desde el escritorio ni con discursos vacíos, sino con decisiones firmes, justicia real y compromiso con el bien común.

Porque el verdadero impuesto que estamos pagando hoy no es económico. Es un impuesto moral: vivir con miedo, con rabia, con impotencia. Y eso, ningún país puede sostenerlo por mucho tiempo sin quebrarse por dentro.

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