¿A
quién pagamos para vivir en paz?
Un negocio redondo. Así puede describirse el sistema de extorsión que opera
en barrios enteros del país. Solo en uno de ellos, en Guayaquil, se estima que
el grupo delictivo conocido como “Los Tiguerones” obtiene ganancias de hasta dos
millones de dólares mensuales, según un estudio reciente. Esto no es
una exageración aislada, es apenas una muestra del profundo deterioro económico
y social provocado por el crimen organizado.
Las pérdidas para los sectores empresariales, comerciales y ciudadanos en
general son incalculables. Ya en 2023, el Observatorio Ecuatoriano de
Crimen Organizado advertía que el 90% de los empresarios en el país
consideraba a la extorsión como la mayor amenaza para su
seguridad personal y la de sus negocios. En ese mismo año, en apenas dos días, 400
contenedores de banano fueron exportados con retraso debido a
extorsiones, con consecuencias económicas directas. Los transportistas, por su
parte, reportan pérdidas de hasta 20 millones de dólares mensuales
por este mismo motivo.
Mientras tanto, el Estado permanece ausente, ineficaz o infiltrado. Si las
instituciones públicas cumplieran con su rol constitucional de garantizar
orden, seguridad y justicia, estas pérdidas no existirían. Esos recursos hoy
robados por la delincuencia podrían estar dinamizando la economía, generando
empleo o financiando servicios públicos reales y eficientes.
Pero este Estado ausente no es un fenómeno reciente. Viene
de décadas atrás. Desde los gobiernos del socialcristianismo, pasando por la
Izquierda Democrática, los presidentes de transición, el feriado bancario, la
huida en helicóptero, la fuga de divisas en sacos de yute, los escándalos de
las hidroeléctricas, hospitales fantasmas en Manabí y la corrupción disfrazada
de reconstrucción. Todo forma parte de una cadena histórica de negligencia,
impunidad y complicidad que ha alimentado la descomposición del país.
Mientras los delincuentes de cuello blanco saquean desde
los escritorios del poder, los de la otra orilla —los armados, los sicarios,
los violadores, los extorsionadores— siembran el terror en las calles. ¿Y qué
respuesta encuentran? A menudo, son capturados para aparecer en patrulleros
nuevos como si fueran turistas de paso. Una noche en prisión y al día
siguiente, nuevamente, delinquiendo. La ley parece escrita para protegerlos, no
para detenerlos.
El ciudadano común, ese que trabaja honestamente cada día, no solo debe
pagar impuestos al Estado para sostener una burocracia ineficiente y muchas
veces cómplice, sino que ahora también debe pagar “impuestos paralelos”
a bandas criminales. Una extorsión disfrazada de tarifa por sobrevivir.
Y todo esto sin garantía alguna de que regresará con vida a su casa al final de
la jornada.
¿A quién le estamos pagando por nuestro derecho a vivir en paz? Al Estado,
que no responde. A las mafias, que exigen. Y mientras tanto, el miedo se
convierte en norma, y la esperanza se desvanece.
La solución no está en multiplicar leyes, sino en hacer cumplir las que ya
existen. El Estado debe dejar de ser un espectador perezoso y cómplice. Debe
recuperar el control de sus instituciones, depurar sus estructuras
y romper los pactos tácitos con la corrupción. No se combate
el crimen desde el escritorio ni con discursos vacíos, sino con decisiones
firmes, justicia real y compromiso con el bien común.
Porque el verdadero impuesto que estamos pagando hoy no es económico. Es un
impuesto moral: vivir con miedo, con rabia, con impotencia. Y eso, ningún país
puede sostenerlo por mucho tiempo sin quebrarse por dentro.